sábado, 31 de mayo de 2008

Mascaras mexicanas

Viejo o adolescente, criollo o mestizo, general, obrero o licenciado, el mexicano se me aparece como un ser que se encierra o se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa. Plantado en su arisca soledad, espinoso y cortés a un tiempo, todo le sirve para defenderse: el silencio y la palabra, la cortesía y el desprecio, la ironía y la resignación. Tan celoso de su intimidad como de la ajena, ni siquiera se atreve a rozar con los ojos al vecino: una mirada puede desencadenar la cólera de esas almas cargadas de electricidad. Atraviesa la vida como desollado; todo puede herirle, palabras y sospechas de palabras. Su lenguaje está lleno de reticencias, de figuras y alusiones, de puntos suspensivos; en su silencio hay repliegues, matices, nubarrones, arcos iris súbito, amenazas indescifrables. Aun en la disputa prefiere la expresión velada a la injuria: “al buen entendedor pocas palabras”. En suma, entre la realidad y su persona establece una muralla, no por invisible menos infranqueable, de imposibilidad y lejanía. El mexicano siempre está lejos, lejos del mundo y de los demás. Lejos, también de sí mismo.

El lenguaje popular refleja hasta que punto nos defendemos del exterior: el ideal de la “hombría” consiste en no “rajarse” nunca. Los que se “abren” son cobardes. Para nosotros, contrariamente a lo que ocurre con otros pueblos, abrirse es una debilidad o una traición. El mexicano puede doblarse, humillarse, “agacharse”, pero no rajarse esto es, permitir que el mundo exterior penetre en su intimidad. El “rajado” es de poco fiar, un traidor o un hombre de dudosa fidelidad, que cuenta los secretos y es incapaz de afrontar los peligros como se debe. Todas estas expresiones revelan que el mexicano considera la vida como lucha, concepción que no lo distingue del resto de los hombres modernos.

La mujer mexicana, como todas las otras, es un símbolo que representa la estabilidad y continuidad de la raza. Todos cuidamos que nadie “falte el respeto a las señoras”, noción universal, sin duda, pero que en México se leva hasta sus últimas consecuencias. Naturalmente habría que preguntar a las mexicanas su opinión; ese “respeto” es a veces una hipócrita manera de sujetarlas e impedirles que se expresen. Quizá muchas preferirían ser tratadas con menos “respeto” (que, por lo demás, se les concede solamente en público) y con más libertad y autenticidad.

Es significativo, por otra parte, que el homosexualismo masculino sea considerado con cierta indulgencia, por lo que toca al agente activo. El pasivo, al contrario, es un ser degradado y abyecto. El juego de los “albures” esto es el combate verbal hecho de alusiones obscenas y de doble sentido, que tanto se practica en la Ciudad de México –transparenta esta ambigua concepción-.

No hay comentarios: