sábado, 31 de mayo de 2008

Un pueblo en la historia

No hace mucho tiempo, en la década de los cincuenta, México era visto aún como lo que ya había dejado de ser. Los que lo miraban desde el exterior insistían en hacerlo a través de la gente de los países occidentales y claro, los resultados eran poco optimistas: “país semifeudal”, “agrario con escuálido desarrollo industrial”, “colonial o semicolonial”, ambos también, “estación de la metrópoli” o “en estado embrionario”. Los del interior persistían en una proclividad poco imaginativa: en observarlo con los ojos de los de afuera. Los primeros se embelasaban deshojando al México indígena y su inconfundible historia campesina. Los segundos preferían identificarse con el “interés nacional por superar el subdesarrollo”.

Los sesenta son la época de la expansión de las clases medias citadinas y de la emergencia de un nuevo proletario industrial. Es el tiempo de emigrar por millones a la ciudad, al hacinamiento. En el campo, las cosas transcurren de otro modo. En lucha sorda y nacional, bajo las formas más variadas de dominación, el terrateniente y el capitalista agrario –que se apropian directamente del producto del trabajo de campesinos y peones- vencen aquí, allá y luego en muchas partes la resistencia de ejidatarios y pequeños campesinos.

Más que ninguna otra, la década que se inicia con la huelga ferrocarrilera y que transcurre hasta la matanza de Tlatelolco yace desdibujada en las ciudades.

De 1958 a 1968 constituyen las crisis entre las cuales se manifiesta el México de transición. La de 1958, resultado del desplazamiento del nudo de las contradicciones políticas hacia la clase obrera industrial, resume el empeño derrotado y aplastado de importantes capas del proletariado por librarse de las tenazas de la burocracia fabril. La derrota de una clase, la obrera, engendra las condiciones del ascenso de otra, la media.

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