sábado, 31 de mayo de 2008

Bartra Roger. Anatomía del mexicano. Plaza y Janes. Vasconcelos José. La raza cósmica. Páginas 63-74.

La exaltación del mestizaje, que fue incubada por los positivistas y por el evolucionismo social de lo científicos porfiristas, fue llevada a su paroxismo por José Vasconcelos (1881-1959) en su célebre libro La raza cósmica, publicado en 1925, del cual se publica un fragmento revelador. Con un tono profético avasallador, Vasconcelos vaticinó que América Latina surgiría una civilización verdaderamente universal hecha con el genio y con la sangre de todos los pueblos.

La ventaja de nuestra tradición es que posee mayor facilidad de simpatía con los extraños. Esto implica que nuestra civilización, con todos sus defectos, puede ser la elegida para asimilar y convertir a un nuevo tipo a todos los hombres. En ella se prepara de esta suerte la trama, el múltiple y rico plasma de la humanidad futura.

Comienza a advertirse este mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles crear una raza nueva con el indio y con el negro. La colonización española creó mestizaje; esto señala su carácter, fija su responsabilidad y define su porvenir.

En el suelo de América hallará término la dispersión, allí se consumará la unidad por el triunfo del amor fecundo, y la superación de todas las estirpes. Y se engendrará, de tal suerte, el tipo síntesis que ha de juntar los tesoros de la Historia, para dar expresión al anhelo total del mundo. Los pueblos llamados latinos, por haber sido más fieles a su misión divina de América, son los llamados a consumarla. Y tal fidelidad al oculto designio es la garantía de nuestro triunfo.

En la América Latina existe, pero infinitamente más atenuada, la repulsión de una sangre que se encuentra con otra sangre extraña. Allí hay mil puentes para la fusión sincera y cordial de todas las razas. El amurallamiento étnico de los del Norte frente a la simpatía mucho más fácil de los del Sur, tal es el dato más importante, y a la vez más favorable, para nosotros, si se reflexiona, aunque sea superficialmente, en el porvenir. Pues se verá en seguida que somos nosotros de mañana, en tanto que ellos van siendo de ayer. Acabarán de formar los yanquis el último gran imperio de una sola raza: el imperio final del poderío blanco.

Si la América Latina fuese no más otra España, en el mismo grado que los Estados Unidos son otra Inglaterra, entonces la vieja lucha de las dos estirpes no haría otra cosa que repetir sus episodios en la tierra más vasta, y uno de los dos rivales acabaría por imponerse y llegaría a prevalecer.

Los blancos intentarán, al principio, aprovechar sus inventos en beneficio propio, pero como la ciencia ya no es esotérica no será fácil que lo logren; los absorberá la avalancha de todos los demás pueblos, y finalmente, deponiendo su orgullo, entrarán con los demás a componer la nueva raza síntesis, la quinta raza futura.

Existe el peligro de que la ciencia se adelante al proceso étnico, de suerte que la invasión del trópico ocurra antes que la quinta raza acabe de formarse. Si así sucede, por la posesión del Amazonas se librarán batallas que decidirán el destino del mundo y la suerte de la raza definitiva. Si el Amazonas lo dominan los ingleses de las islas o del continente, que son ambos campeones del blanco puro, la aparición de la quinta raza quedará vencida.

El mudo futuro será de quien conquiste la región amazónica. Cerca del gran río se levantará Universópolis, y de allí saldrán las predicciones, las escuadras y los aviones de propaganda de buenas nuevas. Si el Amazonas se hiciese inglés, la metrópoli del mundo ya no se llamaría Universópolis, sino Anglotown.

En cambio, si la quinta raza se adueña del eje del mundo futuro, entonces aviones y ejércitos irán por todo el planeta educando a las gentes para su ingreso a la sabiduría. La vida fundada en el amor llegará a expresarse en formas de belleza.

En lo sucesivo, a medida que las condiciones sociales mejoren, el cruce de sangre será cada vez más espontáneo, a tal punto que no estará ya sujeto a la necesidad, sino al gusto; en el último caso a la curiosidad. El motivo espiritual se irá sobreponiendo de esta suerte a las contingencias de lo físico. Por motivo espiritual ha de entenderse, más bien que la reflexión, el gusto que dirige el misterio de la elección de una persona entre una multitud.

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